En aquel tiempo, se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y preguntaron a Jesús:
«Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y dé descendencia a su hermano”. Pues bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron cono mujer».
Jesús les dijo:
«En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección.
Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob». No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».

Palabra del Señor.

El Evangelio de este domingo sitúa la gran esperanza que nos da Jesús respecto al mundo futuro.
Seremos como ángeles y es una promesa fehaciente que abre todo un camino de esperanza. Y por ello, parece que mi comentario solo puede incidir en la aceptación de la muerte como un tránsito hacia una vida mejor.
A la postre será, como en muchas otras cosas nuestras, Cristo el camino, la verdad y la vida.
Y a partir de la Resurrección de Jesús se produce otra promesa: moriremos pero resucitaremos. Y cuando se produzca esa nueva situación nuestro cuerpo glorioso nos hará parecidos a los ángeles.
La promesa del Señor está clara. Y ante ella la muerte no nos debe asustar. Nuestra esperanza está en ver la faz luminosa de Nuestro Señor Jesús.
Jesús nos invita esta semana y siempre a vivir como Resucitados.