En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo (el hijo de Timeo) estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar:
–Hijo de David, ten compasión de mí.
Muchos le regañaban para que se callara. Pero él gritaba más:
–Hijo de David, ten compasión de mí.
Jesús se detuvo y dijo:
— Llamadlo.
Llamaron al ciego diciéndole:
— Ánimo, levántate, que te llama.
Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo:
— ¿Qué quieres que haga por ti?
El ciego le contestó:
— Maestro que pueda ver.
Jesús le dijo:
— Anda, tu fe te ha curado.
Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
Jesús le pregunta a Bartimeo, curiosamente, lo mismo que les preguntó en el evangelio del domingo pasado a los hijos de Zebedeo: «¿Qué quieres que haga por ti?».
Pero la actitud del ciego es mucho más auténtica que la de Santiago y Juan.
Simplemente quiere curarse, quiere ver. Y Jesús le cura porque tiene mucha fe: «Anda, tu fe te ha curado». El ciego ha puesto de su parte, no se ha resignado a quedarse allí quieto, «dio un salto y se acercó a Jesús».
Es lo mismo que pide de nosotros, que demos el salto, que salgamos de nuestra apatía y vayamos a su encuentro.
Lo más grande que nos puede pasar es encontrarnos con Jesús. Es un encuentro mutuo: nosotros le buscamos y Él se hace el encontradizo.
Ante tanto desaliento como hay muchas veces en el ambiente, ante tanta desesperación, ante tanto estar «de vuelta», ante lo imposible, Jesús convierte en realidad nuestros anhelos.
Es posible realizar nuestros deseos y proyectos de un mundo más justo y humano si colaboramos con Jesús.
No nos cansemos de pedir como Bartimeo que nos ayude a ver, porque sin El no podemos hacer nada. Ese ver es recuperar el optimismo, la esperanza, las ganas de vivir y de trabajar por el Reino.
Este domingo estamos invitados a recuperar la esperanza.