Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús:

– Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él. (Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará.) Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros.

Palabra del Señor

Ha sonado la «hora» de Jesús, la de su exaltación en la cruz, la de su gloria y la de la gloria del Padre. Porque es la hora del amor en el momento preciso, en el momento en que va a ser traicionado.
Pero esta hora de la glorificación es también la hora de las despedidas. Jesús comprende la pena de sus discípulos y se despide emocionadamente de ellos. Les habla como un padre que va a morir, y hace testamento. El testamento de Jesús, su verdadera herencia, es el mandamiento nuevo: «Que os améis unos a otros como yo os he amado».
Jesús confirmó el mandamiento del amor al prójimo, ya conocido en el Antiguo Testamento, lo amplió para que cupiera en él incluso el amor al enemigo y lo destacó entre todos los mandamientos como la plenitud y perfección de la Ley.
En este contexto, Jesús entiende el mandamiento del amor como un amor entre hermanos. Quiere que sus discípulos se amen porque él los ha amado y como él los ha amado, hasta la locura, la entrega de la propia vida…
El amor que Jesús nos deja en herencia ha de ser nuestro distintivo, la señal en la que debemos ser reconocidos como discípulos suyos. El bautismo y la confesión expresa de una misma fe no son una señal inequívoca. Lo que importa es la vivencia de la fraternidad. ¡Qué así lo vivamos durante esta semana!