Se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania, junto al monte de los Olivos, y Jesús mandó a dos de sus discípulos, diciéndoles:
Id a la aldea de enfrente y, en cuanto entréis, encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta por qué lo hacéis, contestadle: “El Señor lo necesita y lo devolverá pronto.”
Fueron y encontraron el borrico en la calle, atado a una puerta, y lo soltaron. Algunos de los presentes les preguntaron:
¿Por qué tenéis que desatar el borrico?
Ellos les contestaron como había dicho Jesús; y se lo permitieron. Llevaron el borrico, le echaron encima sus mantos, y Jesús se montó. Muchos alfombraron el camino con sus mantos, otros con ramas cortadas en el campo. Los que iban delante y detrás gritaban:
Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor. Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David. ¡Hossanna en el cielo!
Palabra del Señor.
El camino que sube desde el Cedrón hasta la puerta de Bethesda presentaba un colorido y una animación nunca vista. Los niños daban gritos de júbilo ante el joven y entrañable Rabí de Nazaret que tanto cariño les había demostrado, la gente del pueblo le sale a su encuentro y echa sus mantos sobre el sendero, para que aquel Rey insólito avanzara sobre una vereda de alfombras.
En contraste, los grandes, los escribas y los fariseos, se remuerden de envidia y de celos. Ellos, los dirigentes de Israel, los que estaban tramando la perdición de Jesús, tienen que contemplar su triunfo, oír los clamores de aquella gente inculta que confiesan sin pudor que aquel era el Hijo de David, el que venía en el nombre del Señor. Di que esos se callen, se atreven a decir. Si ellos callaran –responde Jesús- las piedras me aclamarían.
Domingo de Ramos, Jesús vuelve a pasar ante nosotros humilde y pobre, el Señor se nos hace presente en la Iglesia, tan humillada a veces… Ojalá descubramos tras la humanidad de Cristo, su grandeza majestuosa y le aclamemos, más que con palabras, con la vida misma.