En Aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos gentiles; éstos acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban:
– Señor, quisiéramos ver a Jesús.
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó:
Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os lo aseguro, que si el grano de trino no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva el Padre le premiará. Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre glorifica tu nombre.
Entonces vino una voz del cielo:
Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo:
Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.
Palabra del Señor.


Anthony de Mello en uno de sus libros cuenta que un sacerdote estaba harto de una señora muy devota que día tras día venía a contarle las revelaciones que Dios personalmente le hacía. La buena señora entraba en comunicación directa con el cielo y recibía mensaje tras mensaje. El cura, queriendo descubrir lo que había de superstición en aquellas supuestas revelaciones, dijo a la mujer:
– Mira, la próxima vez que veas a Dios dile, para que yo esté seguro de que es Él quien te habla, que te diga cuáles son mis pecados, esos que sólo yo conozco.
El cura pensó que así la mujer callaría para siempre. Pero a los pocos días apareció de nuevo la beata.
– ¿Hablaste con Dios?
-Sí.
– ¿Y te dijo mis pecados?
– Me dijo que no me los podía decir porque los había olvidado.
Al oír esta respuesta el sacerdote no pudo concluir si las apariciones eran verdaderas o eran falsas. Pero descubrió que la teología de aquella buena mujer era profunda; porque la verdad es que Dios no sólo perdona los pecados de los hombres, sino que una vez perdonados los olvida, es decir los perdona del todo.
Cristo, al morir, nos enseña el lado bueno de la cruz: la alianza nueva que Dios quiere y desea definitivamente para el hombre y que viene sellada por su sangre.
A nosotros no se nos pide tanto; no desea el Señor que seamos clavados en una cruz (aunque sería bueno que sacrificáramos aquello que nos impide llegarnos hasta Él); no nos exige que seamos lapidados públicamente (aunque sería muy positivo que defendiésemos nuestras convicciones religiosas y morales allá donde estemos presentes); no pretende vernos coronados por espinas o traspasados por lanzas (aunque, qué bueno sería, que fuésemos conscientes de que la fe conlleva riesgos, incomprensiones, soledades).
El Evangelio de este domingo V de cuaresma nos acerca a la verdadera figura de Jesucristo. ¿Somos conscientes de que también nosotros hemos de saber renunciar a algo para que la obra de Dios toque a su fin?