En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron a un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó le lengua: Y mirando al cielo, suspiró y le dijo:

— Effetá (esto es, «ábrete»).

Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia proclaman ellos. Y en el colmo del asombro decían:

— Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.
Palabra del Señor

No sabemos si el sordo que apenas podía hablar era judío o pagano. Se presenta a Jesús como una especie de taumaturgo o mago que realiza curaciones.

Pero Jesús no es eso: mira al cielo antes de ayudar a aquel pobre hombre. Realiza la curación en nombre de Dios y movido por el poder de la oración. Le dice con fuerza: ¡Ábrete! Le pide que se abra a la fe.

También nosotros necesitamos abrir nuestros ojos y nuestro corazón a Dios y a los hermanos. Necesitamos poner en práctica la compasión y la misericordia.

Ábrete a los que necesitan tu amistad, ábrete al que necesita tu cariño, ábrete al que necesita que alguien le escuche, ábrete al enfermo que espera tu visita en el hospital, ábrete a aquél que está llorando con lágrimas de desaliento y soledad.

También te dice: escucha los gemidos del triste, escucha los lamentos de aquél que la vida trata injustamente, escucha a aquél que ya no puede ni hablar, pero te está diciendo todo con sus gestos.

No seas mudo ni sordo, deja que el Señor abra tu boca y tus oídos. ¡Danos, señor, oídos atentos y lenguas que proclamen tu palabra!