Queriendo seguir lo que el papa Francisco en la Evangelii gaudium denomina “la transformación misionera de la Iglesia”, me veo impelido en este tiempo de cuaresma y por tanto, de conversión, a dejar de ahondar en lo que podríamos denominar las características negativas de la religiosidad de nuestra sociedad, para enumerar primero los valores esperanzadores. Destacando entre ellos:
- Una fuerte sensibilidad a favor de la dignidad y de los derechos de las personas.
- La afirmación de la libertad como cualidad inalienable del ser humano.
- La aspiración a la paz.
- El respeto al pluralismo y a la tolerancia.
- La preocupación por los desequilibrios ecológicos.
- El reconocimiento de los derechos de la mujer.
- El valor del trabajo.
- La repulsa a las desigualdades en los derechos de las clases sociales, ya sea a nivel local, nacional o internacional.
- El valor de la lucha contra la injusticia y la pobreza.
Y desde esta base impulsar espacios de fe, para que la Iglesia sea percibida como comunidad viva y acogedora.
Así podríamos mencionar como tareas esenciales, redescubriendo el Concilio Vaticano II:
- Enraizar la vida eclesial en el Evangelio.
- Promover la corresponsabilidad eclesial.
- Dar de una vez, sin más aplazamiento, un verdadero protagonismo al laicado.
- Poner al día las estructuras eclesiales.
- Relacionar necesariamente la liberación y la salvación.
- Defender la dignidad humana a cualquier precio.
- Continuar el proceso de inculturación de la fe en la diversidad de pueblos.
- Situar la opción preferencial de la Iglesia en los pobres.
- Dar prioridad a la evangelización.
- En resumen, la conversión de nuestra querida Iglesia, consiste y no por repetido, suena a viejo, en vivir desde el reencuentro con Jesucristo en la Iglesia.
El hoy de la evangelización y misión, pasa por una vuelta en profundidad a Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado. Sólo así, podremos transmitir la experiencia de Jesucristo, sólo así seremos creíbles, sólo así podremos ser otros Cristos.