Cuentan que en una remota aldea, uno de sus pobladores estaba tan desesperado por la situación que padecía en casa, que casi fuera de sí y buscando una solución, no pensó otra cosa que visitar al cura del pueblo, discurriendo que al tener letras y latines, podría alcanzar mejor la solución a su problemática.

Así picó a la puerta de la casa del cura, que afablemente le saludó y le atendió. El lugareño después de sentarse, contó sus cuitas. El caso es que vivía en una pequeña choza de apenas setenta metros cuadrados con sus suegros, su mujer, sus dos hijos y sus respectivas mujeres.

La queja se establecía en lo difícil que era convivir tantos en tan poco espacio, con los problemas consiguientes entre unos y otros, los ruidos y la falta de privacidad en un momento dado.

El cura, después de pensarlo un poco, le preguntó si tenía ganado, el buen hombre dijo que sí, que dos bueyes. A lo que el sacerdote le conminó a que los introdujera también en la vivienda.

Al cabo de una semana y sin que lo llamaran, apareció el campesino más desesperado aún que antes, ahora, realmente ya no había manera de moverse en la vivienda. Después de escucharle, el domine, le preguntó, si tenía algún animal más, como dijera el afectado que sí, que tres cabras, la respuesta del prelado, fue rotunda, a la casa con ellas.

No aguantó siete días el aldeano sin ir a ver a su hipotético salvador, estaba desencajado, lloroso. Esta vez relató ante la pregunta del clérigo, que esto iba a peor, que las cabras saltaban por todos los sitios, y que todo lo mordisqueaban. Aún así, la solución del preste, fue preguntarle si tenía algún ave de corral, y como contara el infeliz que cinco gallinas, ya se pueden imaginar donde acabaron.

De vuelta a los tres días, el hombre parecía haber enloquecido, a todo el panorama, había que añadir, los pequeños vuelos de las aves, sus cacareos y la suciedad de la que llenaban la casa. De rodillas le pidió una solución al señor cura. Y este ayudándole a levantarse, siguiendo la misma periodicidad en la introducción de animales en la casa, empezó a pedirle que los fuera retirando.

La cosa, fue mejorando con el transcurrir de los días. Al final, vuelto a la situación inicial, (suegros, mujer, hijos y sus mujeres) y preguntado por el reverendo sobre cómo se encontraba, no pudo por menos que contestar: ¡Feliz!, ¡ahora sí, ahora estoy en la gloria!

Nos pide el Papa Francisco que abandonemos el “deporte de la queja”. Lamentablemente, para no quejarnos y apreciar lo que tenemos, a veces solo basta que nos encontremos en situaciones vitales, económicas, de salud, mucho peores, para que nos demos cuenta de lo que no valorábamos y perdimos.