En aquel tiempo fue Jesús a su tierra en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que le oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? ¿Y sus hermanas no viven con nosotros aquí?» Y desconfiaban de él. Jesús les decía:
– No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.
No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó a algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extraño de su falta de fe. Y recorría los pueblos del contorno enseñando.
Palabra del Señor
Le piden a Jesús que haga en su pueblo los milagros realizados en otros lugares. El milagro se encuentra principalmente en la interpretación de un hecho como acción salvadora de Dios. Sin la fe de los testigos de una curación no puede haber milagro. En este caso, los actos de Jesús no fueron leídos desde una óptica de fe, y el milagro no fue posible.
Jesús comentó amargamente: “Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio”. Esta frase se ha convertido en proverbial: nadie es profeta en su tierra.
Pero esto es sólo una curiosidad. El pasaje evangélico nos lanza también una advertencia implícita que podemos resumir así: ¡atentos a no cometer el mismo error que cometieron los nazarenos!
En cierto sentido, Jesús vuelve a su patria cada vez que su Evangelio es anunciado en los países que fueron, en un tiempo, la cuna del cristianismo. El episodio del Evangelio nos enseña algo importante. Jesús nos deja libres; propone, no impone sus dones.
Dios tiene mucho más respeto de nuestra libertad que la que tenemos nosotros mismos, los unos de la de los otros. Esto crea una gran responsabilidad. San Agustín decía: “Tengo miedo de Jesús que pasa”. Podría, en efecto, pasar sin que me percate, pasar sin que yo esté dispuesto a acogerle.
Por otra parte, hemos sido consagrados profetas en nuestro Bautismo. Ser profeta es anunciar la Palabra de Dios. Hoy hacen falta profetas que testimonien con su vida la verdad del Evangelio. Parece que hay un déficit de profetismo en nuestra Iglesia. El Papa Francisco es uno de ellos
¿Hoy nosotros qué hacemos con Jesús, con su mensaje, y con su testamento de amor?
La homilía del domingo
Hacen falta profetas auténticos. Ezequiel es investido de una gran responsabilidad: predicar la palabra de Dios a un pueblo de dura cerviz que no quiere escucharla. La experiencia de la presencia de Dios fue para Ezequiel tan fuerte que cae en tierra, pero el espíritu lo levanta y lo mantiene en pie.
El hombre recupera su verticalidad con la fuerza de Dios que lo lanza a la acción. Ezequiel, cuyo nombre significa «Dios es fuerte», va a necesitar toda esa fortaleza divina para cumplir su difícil misión.
Pero antes necesita recibir el mensaje, digerirlo, asimilar todas las palabras que Dios quiere decir a su pueblo: Dios le ofrece un libro en el que están escritas, y Ezequiel lo come. Si nos alimentáramos nosotros de la palabra de Dios el mundo sabría que hay hombres que no se doblegan y que aún viven los profetas.
El Señor sabe que no es fácil la misión que encomienda a su profeta. Por eso le desengaña claramente de cualquier ilusión sobre futuros éxitos.
Pues el pueblo al que va a ser enviado es un pueblo de cabeza dura y rebelde, su historia es una cadena de falsedades e infidelidades al pacto con el que está unido a Yahvé.
Sin embargo, estamos acostumbrados a creer que un profeta es alguien que adivina el futuro. No es fácil la labor del profeta, pues muchas veces es incomprendido y perseguido.
Los falsos profetas se dejan alagar por el éxito o el poder. Son aquellos que dicen a los poderosos lo que quieren oír. El verdadero profeta es aquél que dice palabras que escuecen, no busca la fama ni el éxito, ni los honores, sino sólo quiere ser fiel a la palabra que ha recibido de Dios.
Profeta es el que denuncia la injusticia y el pecado, es el que anuncia la buena noticia. Dios presta su apoyo a Ezequiel y le dice que no se desanime, pues al final se cumplirán sus palabras.
Ezequiel es el profeta de la esperanza. Todos reconocerán que “hubo un profeta en medio de ellos”. Sin embargo, el éxito de la misión no es asunto del profeta y no debe preocuparle. Además, Dios le garantiza que todos tendrán que oírlo y, hagan o no hagan caso, todo el mundo sabrá que hay un profeta. Nadie puede reducir al silencio la palabra de Dios.
Jesús profeta. Le piden a Jesús que haga en su pueblo los milagros realizados en otros lugares. El milagro se encuentra principalmente en la interpretación de un hecho como acción salvadora de Dios. Sin la fe de los testigos de una curación no puede haber milagro. En este caso, los actos de Jesús no fueron leídos desde una óptica de fe, y el milagro no fue posible.
Jesús comentó amargamente: “Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio”. Esta frase se ha convertido en proverbial: nadie es profeta en su tierra.
Pero esto es sólo una curiosidad. El pasaje evangélico nos lanza también una advertencia implícita que podemos resumir así: ¡atentos a no cometer el mismo error que cometieron los nazarenos!
En cierto sentido, Jesús vuelve a su patria cada vez que su Evangelio es anunciado en los países que fueron, en un tiempo, la cuna del cristianismo. El episodio del Evangelio nos enseña algo importante. Jesús nos deja libres; propone, no impone sus dones.
Dios tiene mucho más respeto de nuestra libertad que la que tenemos nosotros mismos, los unos de la de los otros. Esto crea una gran responsabilidad. San Agustín decía: “Tengo miedo de Jesús que pasa”. Podría, en efecto, pasar sin que me percate, pasar sin que yo esté dispuesto a acogerle.
Llamados a ser profetas. Por otra parte, hemos sido consagrados profetas en nuestro Bautismo. Ser profeta es anunciar la Palabra de Dios. Hoy hacen falta profetas que testimonien con su vida la verdad del Evangelio. Parece que hay un déficit de profetismo en nuestra Iglesia. El Papa Francisco es uno de ellos
¿Hoy nosotros qué hacemos con Jesús, con su mensaje, y con su testamento de amor?